Escribe: Marcos Xalabarder Aulet 
Ilustra: Rafael Naranjo Andrade
 

El Relojero
 
 
"Ha llegado la hora", musitó el relojero, dándose cuenta de la ironía. Su vida llamaba a la puerta del otro mundo y no tardarían en abrir. 
 
Posó sus manos sobre los hombros jóvenes y fuertes de su hijo, que acababa de encarnar dentro de la cápsula. Pensó que el muchacho apenas había tenido ocasión comprender su procedencia y ya estaba recibiendo todo el peso de su destino. Sintió lástima por él, si bien que lo aceptara o no era irrelevante pues, en cualquier caso, no podría eximirle de la única labor que le restaba por realizar a la Humanidad.
 
Todavía quedaba tiempo. De hecho, quedaba todo el Tiempo del mundo. 
 
"Ha llegado el momento de entregarte las herramientas para que puedas continuar la tarea de tu padre y la de todos aquellos que te precedieron", le susurró extendiendo sus manos vacías.  
 
"Presta atención", continuó, "la constancia es la virtud más importante en este oficio. Si te descuidas un solo momento, todo el progreso acumulado se perderá y deberás empezar de nuevo".

Le contó que siempre no fue siempre así. Antes de siempre hubo pasado y futuro y un presente que recogía como una escobilla todo lo que quedaba fuera de la memoria y de la imaginación. 
 
"Hubo un tiempo en que el Tiempo era solo el lapso de una puesta de sol, un ciclo estacional, la medida de una tránsito entre la vida y la muerte. Pero pronto comprendimos que el Tiempo nos sobrevivía. Estaba por todas partes: flotando en las constelaciones y consumiéndose en las brasas, desprendiéndose de un árbol o encaramándose a una tapia oculto en una trepadora.
 
Al principio quisimos dominarlo, como tantas otras cosas. Nos empeñamos en medirlo y etiquetarlo, en someterlo a reglas y cálculos. Contábamos con la aparente inmortalidad del conocimiento. Generación tras generación, nos relevábamos para contemplar las estrellas. Creímos que era cuestión de tiempo comprender el Gran Mecanismo. Ingeniamos calendarios y complejas predicciones grabadas en piedra con las que pretendíamos adelantarnos a sus patrones.
 
Usamos el lenguaje para dividirlo y vencerlo, relegando las sobras a un esquivo instante. Lo sujetamos a nuestras muñecas con la ilusión de hacerlo nuestro prisionero reduciéndolo a un ciclo vicioso de doce horas. Mientras lo creímos dominado nos dedicamos a los menesteres propios de los humanos: quimeras de poder y gloria, memoria y estatuas.  
Pero todo aquel esfuerzo fue inútil. El Tiempo lo superó todo. Siempre acechante, siempre paciente, siempre aguardándonos un poco más allá para devorarnos.

Hijo, la Humanidad comprendió demasiado tarde que el Tiempo no era un asunto menor. Civilizaciones se alzaron y cayeron incontables veces. Vivimos todas las Historias posibles, incluso las del progreso. 

Dejamos de ser nuestros enemigos y prosperamos de forma admirable. Tardamos milenios en desprendernos de nuestra ignorancia, crueldad y vanidad, pero al fin amaneció el día en que nos vimos libres de las cadenas de nuestro ego. 
 
Ese día se celebró por todo lo alto, pero también fue el más triste de toda nuestra existencia. Aquel amanecer no fue como los demás. Mientras contemplábamos el lento avance del alba tuvimos una visión: las sombras seguían estirándose bajo las ramas. Ya no quedaban tareas por cumplir y, sin embargo, el Tiempo no cesaba. ¿Qué habíamos hecho mal? ¿Qué diablos quedaba por hacer? Sabíamos demasiado bien que era cuestión del Tiempo que aquella perfección también se derrumbara como un castillo de naipes. 
 
Y vimos que estábamos atrapados como ratas en una rueda monstruosa sin propósito ni fin. Podíamos prolongar nuestra vida cien, quinientos, mil años. Podíamos reencarnarnos manteniendo la consciencia de nuestras millones de vidas. Pero el Tiempo siempre dura más. Al final todo se corrompe, todo ciclo victorioso llega a su fin y cae. Ni reyes, ni dioses, ni diablos pueden resistirlo. Él es la cuna y la tumba de todos.
 
Desde aquel día la Humanidad se ha concentrado en la única tarea que tiene sentido: someter al Tiempo y socavar su implacable secreto. Fue así que surgieron los Relojeros, los cazadores del único monstruo que jamás ha sido derrotado. Nuestra raza viene perpetuándose a través de una encarnación selectiva para sondear incansablemente su misterio. No queda nadie más aquí, pues nuestros congéneres ni siquiera sienten el deseo de encarnarse de nuevo. Ya todo ha sido vivido más veces de las que se pueden concebir. Todos los existentes esperan en la gran oscuridad a que terminemos nuestra contabilidad. Yo, y ahora tú, somos los únicos supervivientes en el Espacio.
 
Ahora el Tiempo está encarcelado en esta cápsula de cristal, reducido a un solo millón de cápsulas de arena. Han sido necesarios miles de generaciones de Relojeros para lograrlo. No queda nada afuera. No podemos aumentarlo ni reducirlo, solo mantenerlo en perpetuo movimiento mientras meditamos sin cesar en la manera de sustraernos a su gobierno. Él nos observa impertérrito. Tiene sus propios mecanismos -acaso uno solo, tic tac tic tac tic tac sí no sí no sí no.
 
Tengo seiscientos treinta y cinco años. Es menos que la intención de un suspiro para nuestro enemigo. Y a lo largo de mi vida en este Espacio apenas he logrado comprender un poco mejor la naturaleza de nuestra tragedia. 
Ha llegado el momento de que me reúna con mis ancestros y les informe de nuestros progresos. Ahora debo pasarte el testigo, hijo. Y debo entregarte este peso cuando yo mismo dudo que estemos haciendo, no ya lo imposible, sino lo correcto. 

Te he explicado todo lo que sé, que es todo lo que sabe la Humanidad. 
 
El muchacho guardó un minuto de silencio que transcurrió pesadamente. Contempló la cápsula y contempló los ojos acuosos de su anciano padre. Tenía todos los conocimientos de sus predecesores grabados en su ADN. Sabía lo que se esperaba de él, lo que toda la Humanidad quería de él.
 
"Verás papá", dijo, "el caso es que me has conocido en un momento extraño de mi vida. Llámalo adolescencia prematura. He venido porque allá están todos apáticos. No sé lo que quiero, pero sí sé lo que no quiero. Y yo paso de ser Relojero. Puedes irte. Por lo que a mí respecta, prefiero el tiempo libre".
 
Y dicho esto,  sacó un martillo y se cargó el cristal.
"El Relojero" de Xalados
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"El Relojero" de Xalados

ESCRIBE: Marcos Xalabarder Aulet ILUSTRA: Rafael Naranjo Andrade

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