Escribe: Miguel Rivera Dávila
Ilustra: Cecilia del Castillo Daza
Servilletas de papel
 
 
 
 
I.
Cuando cumplí 20 años le escribí una carta a mi padre. No era la primera carta, sino la undécima, trigésima, ya no lo recuerdo. Y es que ha sido mi costumbre hablarle desde el corazón a través de tinta y papel. Será que me gusta cómo se moja el pergamino con esas manchas negras tan estilizadas, o incluso que me intoxica ese sonido del bolígrafo que se asemeja a rascarse la piel después de un día en la playa. Puede que sea el aroma. Sin duda y sin embargo, la principal razón, ahora veo, es que me impone su presencia y que, personalmente, no odiaría nada más en esta vida que verme como poca cosa en su mirada. Me asusta. De pequeña me parecía un gentil monstruo de tres metros de altura, poco pelo, bigote tupido y sonrisa macabra. Algunas noches, se paraba en una esquina de mi habitación mientras yo dormía tranquila. Me observaba. Extrañamente, era cuando no escuchaba su respiración frustrada por un tabique desviado que no conseguía conciliar el sueño. Sólo cuando, ya pasada la media noche, aparecían sus pasos pesados sobre el piso de madera y la consiguiente puerta se cerraba con cuidado, que yo podía deslizarme hacia el mundo de los sueños.
 
 
II.
¿Qué decía la carta? Muchas cosas, pero en resumen, todas las razones por las que no quiero ser como él ni cometer los mismos errores. Tengo mis ambiciones claras, por supuesto, mis pasiones intactas, mis amigos y mis propios momentos, pero, ¿no es extraño que enorgullecer a mi padre, física y metafóricamente, me forme y me motive aún hoy? No quiero tener su dureza, no quiero su carácter pesado, que a él le queda tan bien pero a mi no tanto. No quiero sus escapadas, ni sus secretos, ni sus mentiras. Me quiero a mi y a mi éxito sin él dudando. Pero quiero también su reflejo en mí.
 
 
III.
Sobre todas las cosas, me espanta de este gentil monstruo que es mi padre, partes de su historia, y que vaya yo a repetirlas. En específico su historia con mi madre. Ella es de cuerpo pequeño y frágil, sonrisa tímida. Se ve todas las mañanas de lunes a viernes con mis tíos a tomar una taza de café hirviendo en una cafetería de poca reputación a unas cuadras de su oficina. No lo toma con leche ni azúcar. Ellos dos me adoran. Mi padre y madre. El problema, supongo, fue que no pudieron coordinar sus peculiaridades. Ella siempre ha sido muy limpia y come muy poco, muy poco, un bocado a la vez y sin atragantarse. Él devora, comida, ideas, miedos. Recuerdo bien el día de la fragmentación, ese momento donde notas que algo no puede enmendarse más, que ha sufrido una ruptura irreparable. Era domingo y mi madre trajo comida, ya hecha, de un local a dos cuadras de la casa. Mis hermanas y yo nos disponíamos a comer, no era más que pollo rostizado y papas fritas, pero nos encantaba. Cuando mi madre entró por el umbral de la puerta hacia la cocina se paralizó, cargaba servilletas nuevas, blancas y prístinas en sus manos, pero no se podía mover, simplemente miraba fijamente a mi padre. Él por su lado, cortaba con sus manos, uno por uno, pedazos de papel café, ese en el que te entregan las baguettes. Cada lámina de papel la alisaba, la doblaba a la mitad y nos la entregaba. Servilletas recicladas. Recuerdo que mi madre se dio media vuelta y no comió con nosotros ese día.
 
 
IV.
Lo amo, extrañamente y porque la vida no es blanca ni negra si no que tonos de gris, lo amo. A esa criatura que se para en la esquina y que me ve dormir. Lo necesito porque al escapar de su lado me doy cuenta de la fortaleza que me heredó, de las trampas que me puso para superar y del motivo de sus acciones. Recuerdo que una vez lo vi llorar. Alguien habló a mi casa de la niñez diciendo que me habían secuestrado, algo más o menos común en la Ciudad de México. Debo decir que éste tipo de llamadas no son extrañas donde crecí, que en general, son llamadas de extorsión, nada más, ni hay secuestrados ni nada. Así fue mi caso, yo estaba bien, de camino a casa de la escuela. Cuando llegué y subí por el portal de mi hogar vi a mi padre, completamente empapado en sudor, sosteniendo el teléfono con una mano. Sus ojos hinchados y húmedos de dolor y miedo.
 
 
V.
Hoy conocí al amor de mi vida, y lo supe desde el primer instante en que me habló. Este tipo de barba negra desacomodada, ojos entre marrones y verdes, grandes. Tímido. Nos encontrábamos, ambos, en la fiesta del piso de un amigo, no teníamos idea uno del otro, pero habíamos cruzado miradas. Mientras transcurrió la noche, Él charlaba con sus amigos y yo con las mías. El hambre me atacó y me dirigí a la cocina de este piso nuevo donde empecé a preparar lo que fuera que me permitieran los ingredientes disponibles: hummus, pan con tomate, Ruffles. Centrada en mi tarea y pensando que los demás también podrían tener hambre, preparé algunos bocadillos más. Súbitamente escuche cómo, detrás de mí, se abría la puerta de la cocina y una voz grave me habló. 
 
- ¿Por qué haces eso? Preguntó el tipo tímido.
 
-  ¿Por qué hago qué? Contesté.
 
Se acercó hacia mi, lento, con una sonrisa.
 
- Estás cortando las bolsas de papel y las haces servilletas. Me pareció extraño.
Vi a mi padre. De esa forma en la que cuentan que ves infinitas escenas de tu propia vida antes de morir. Así. Recordé su incómodo respirar, sus pasos pesados, sus desacuerdos con mi madre y su rudeza. Vi ese monstruo del cual corro y amo. Una inesperada lágrima corrió por mi mejilla, la limpié rápidamente con una de las servilletas hechas de papel de pan y volteé hacia el tipo tímido, de ojos marrones y verdes. Abrí la boca.
 
- Me has conocido en un momento extraño de mi vida.
"Servilletas de papel" de Carola
Published:

"Servilletas de papel" de Carola

ESCRIBE: Miguel Antonio Rivera Dávila ILUSTRA: Cecilia del Castillo Daza

Published:

Creative Fields